Después de ver a los bárbaros asesinar a su marido, Leia agarró a sus dos hijos y tiró de ellos hacia la parte de atrás de la casa. Abrió la puerta trasera y miró a ambos lados para asegurar el paso; luego salió con sigilo e hizo una señal para que la siguieran. Se escuchaban espadas y el crepitar del fuego en las calles. Los gritos se perdían en el cielo y la tierra apestaba a humo y sangre. Kael y Eiden caminaban nerviosos; contuvieron la respiración por miedo a ser descubiertos y rezaron por que los latidos de su corazón no fueran tan ruidosos como los sentían. Casi habían salido del poblado cuando un hombre apareció corriendo en su dirección. Era Dorcas, su vecino. Leia estaba levantando la mano para indicarle que se acercara a ellos cuando el hombre se detuvo en seco. Los niños ahogaron un grito y el cuerpo de Leia se tensó. Dieron un paso atrás mientras el cuerpo de Dorcas caía inerte al suelo por un hachazo en la espalda.
-Corred- ordenó la madre.
El bárbaro que había lanzado el hacha los observaba desde el otro extremo de la calle, esbozando una sonrisa mientras desenfundaba dos cuchillos. Les dio tres segundos de ventaja y luego empezó a perseguirlos. Iba a darles caza. Eiden y Kael eran rápidos y ganaron distancia, ya casi habían alcanzado el bosque cuando las faldas de Leia la hicieron tropezar y cayó al suelo.
-¡Mamá!- el pequeño Eiden quiso retroceder, pero una mano lo detuvo- La va a coger, Kael, ¡hay que ayudarla!- gritó mientras luchaba por zafarse del agarre de su hermano.-¡Que corráis!- dijo Leia poniéndose en pie- Poneos a salvo, por favor- suplicó.
-¡No! Mamá no te vayas, corre hacia aquí- suplicaba el pequeño entre lágrimas- ¡Mamá!
Y, de repente, el mundo se hizo pedazos.