El verano pasado escribí poco. Pasé los tres meses visitando a mi familia, quedando con amigos a los que hacía tiempo que no veía, paseando a mi perrita y viajando en coche con mi pareja. Viví muchas experiencias nuevas y fui muy afortunada de poder compartirlas con la gente a la que quiero.
Mientras conectaba con todos estos sitios y personas, dejé el portátil totalmente de lado. Escribí un par de frases sueltas en papel y unas ideas en documentos de Word que ni siquiera llegué a guardar. Mi cabeza seguía maquinando historias, pero no me senté a darle forma a ninguna de ellas.
Hubo momentos en los que me sentí mal por no dedicar tiempo a la escritura. Sin embargo, es que no podía. De verdad. Si me colocaba delante del portátil o si sostenía un lápiz sobre el papel, cualquier idea que hubiera tenido se esfumaba. Eran tantas las ideas que revoloteaban alrededor de mi cabeza que me desorientaba y no sabía a por cual ir. A veces me lanzaba a por una, pero las demás seguían zumbando cerca y al final terminaba haciéndome un lío y no conseguía hilar nada.
Obviamente, esto hizo que me sintiera insegura. ¿Estaba perdiendo talento? ¿Es que ya no era capaz de poner por escrito lo que pensaba? ¿Había perdido esa habilidad por dejar de usarla? ¡Pero si habían pasado solo unas semanas!
Mi primer impulso fue culparme a mí misma. Me dije que había sido muy vaga al no continuar con mi rutina de escribir y que por eso había perdido la costumbre. Pensé que quizá para solucionarlo necesitaba forzarme a escribir todos los días, aunque fuera solo una línea. Lo pensé, pero no lo hice. Al final dejé la culpa a un lado y tomé un camino más amable: en lugar de castigarme y forzarme, acepté que igual no era el momento de sentarse a escribir sino de salir a hacer otras cosas. Decidí que hay un tiempo para todo y que ya me ocuparía de escribir más adelante.
Menos mal.
Gracias a eso, pasé un verano genial y luego, una vez pasó todo el alboroto del verano y volví a la rutina, pude sentarme a la mesa y escribir. Al principio me sentía oxidada, pero también capaz. Era frustrante no tener la fluidez de siempre con las palabras, pero confiaba en que, poco a poco, todo ese barullo de ideas se iría desenredando.
Así fue. Ahora me siento mucho mejor al respecto y hasta tengo la motivación para afrontar viejos proyectos que había dejado sin terminar. Desde luego, algo de disciplina es indispensable para establecer una rutina, terminar proyectos y crear un hábito que ayude a impulsar la creatividad, pero también es importante reconocer y aceptar cuándo se necesita un respiro.
A lo largo de mi vida he experimentado varios bloqueos por falta de ideas, pero nunca antes me había bloqueado por sobredosis de creatividad. Me parece increíble que algo así pueda pasar. ¿Vosotros qué pensáis? ¿Habéis pasado por algo así o parecido? ¿Qué hicisteis?
- Teresa